jueves, 2 de julio de 2009

Una sonrisa


Cuando la conocí, me acerqué a ella y le ofrecí los apuntes de lo que llevábamos hasta ese momento en la clase. “Acabo de llegar, es la primera clase del primer día de clases, sólo lleva 8 minutos desde que empezó, ¿cuánto se figura este ñoño que me puedo estar perdiendo de esta interesante clase?”, pudo haber pensado ella. Pero no fue así (al menos no me lo ha confesado todavía), me regaló una sonrisa (la misma de la foto) y me dijo que gracias. Ella era Taydé; en ese entonces yo no lo sabía, ni siquiera me lo imaginaba, pero se convertiría en mi esposa, la mamá de mis hijos y la única mujer de mi vida.

Taydé y yo nos hicimos muy buenos amigos, yo podía platicar muy a gusto con ella de cosas que compartía con muy poca gente; nuestro gusto por la literatura y nuestra concordancia con las ideas de izquierda (de hecho, ella fue la primera persona a la que le dije que yo era de izquierda sin que me viera como a una mosca aplastada en la pared). De esa etapa puedo decir que ni siquiera con mis amigos me sentí así de, digamos, suelto y lleno de confianza.
En el tercer semestre de la carrera, ella le confesó a sus amigas que yo le gustaba, sin embargo no quería hacer nada por miedo a perder nuestra amistad. Claro, ellas juraron que yo no me enteraría… pero no el resto del salón. Gracias a las discretas pesquisas de sus amigas (que ahora también son mías), yo sólo fui el último del grupo en enterarme. Pero cuando lo hice, recibí una gran sacudida, pensé “¿yoo?, pero si yo no he hecho nada para gustarle”. Por supuesto que físicamente me gustaba mucho, imaginen, de tipo mulata y con unas impresionantes curvas, tanto que desde el principio la consideraba fuera de mi liga y por ello sólo la consideré como amiga. Y me sentí como la canción de Santa Lucía, “la primera vez pensé se ha equivocado, la segunda vez no supe qué decir, etc etc”. Ahora me arrepiento de lo mal que la hice pasar en lo que yo me tomaba mi tiempo para procesar la información, mi reacción inicial fue “debo decirle que sea mi novia antes de que cambie de opinión”, pero lo que me hizo detenerme fue, igual que le pasó a ella, la idea de regarla y perder nuestra amistad para siempre; eso simplemente me paralizó de terror. Al final, me di cuenta que por primera vez tenía la oportunidad de ser pareja de alguien que primero era mi amiga; segundo, me gustaba mucho estar con ella y cómo cereza del pastel, me gustaba (¿pero cómo pude tardarme tanto, mimismo de 1992?). Eso me hizo declararme y preguntarle si quería ser mi novia (bueno, eso y el hecho de que verdaderamente la estaba perdiendo, ya mero no llego).

No fui ningún novio ejemplar, una infancia deteriorada por nueve años en escuela de varones dieron como resultado mi fuerte encontronazo en el mundo de los hombres y las mujeres (en el mundo real, pues), que a su vez dio como resultado una frustrante serie de intentos fallidos por establecer distintas relaciones durante la prepa (ahora que lo pienso, ahí va un consejo para futuros ligadores: nunca pretendan interesar a las mujeres con sus conocimientos sobre comics). Por lo tanto, cargaba una serie de vicios y faltas de tacto para con el sexo débil (parafraseando a Los Burrón); así que básicamente yo era un troglodita. Un repentino viaje a Las Islas Canarias me hizo darme cuenta que amaba a Taydé, y que no soportaba estar lejos de ella mucho tiempo. El resto como dicen, es historia.

Ahora me doy cuenta que mi mujer ha tenido paciencia de santo conmigo, me esperó un largo trecho antes de que yo decidiera dar cada paso esencial en nuestra relación. Comprendo que debe ser bastante desesperante, a mi favor puedo decir ¿qué importa esperar un poco más si a fin de cuentas es para pasar más tiempo juntos? Al final, en medio de baches y malas rachas que hemos tenido, de caídas y levantadas, su sonrisa, aquella misma que me dedicó cuando le hablé por primera vez, está ahí, siempre se me aparece y me hace sonreír también. Y entonces, concuerdo con Melvin Udall en Mejor imposible: “Darías la vida sólo por hacer sonreír a esa mujer”.